La productividad es del siglo XX
Esta mañana leía horrorizada este artículo (¡gracias, Eduard Scott!) donde se explica que, en una paranoia por controlar la productividad, España es el país europeo donde más empresas tienen instalados softwares de vigilancia para monitorizar a sus empleados (utilizo esta nomenclatura del siglo XX deliberadamente) cuando están trabajando desde casa. Sin ir más lejos, un 40% de las empresas españolas invierten en ese tipo de software. Supongo que, en el fondo, todas y cada una de estas empresas son conscientes de que una gran mayoría de sus empleados, a su vez, invierte en software que les permite automatizar los movimientos de su ratón, engañando al algoritmo corporate. Tú piensas que me controlas y yo te engaño. Esto es lo que pasa cuando intentamos mantener, cueste lo que cueste, modelos del siglo XX en entornos del siglo XXI.
La productividad era uno de KPIs estrella del siglo pasado, cuando el modelo imperante era el de la sociedad productiva. En ella, las personas eran precisamente eso, recursos productivos, y como tal debían medirse (creando disfunciones como las que origina, por ejemplo, una herramienta tan arcaica como la evaluación del desempeño, como explico aquí ). A estas alturas de la película dudo que alguien sea tan inocente como para pensar que la productividad es una buena métrica para conseguir mayor implicación y compromiso por parte del cliente interno de una organización. Más bien genera el efecto contrario. No digo yo que la productividad como dato tenga que desaparecer de los dashboards de las organizaciones, pero en el 2023 deberíamos ser ya conscientes de que la productividad es una consecuencia, no un objetivo. Me explicaré.
En 1958, el psicólogo Eric Berne defendía en su teoría del Análisis Transaccional que todos los seres humanos nacemos con la capacidad de pensar. El uso de dicha capacidad nos permite avanzar hacia la autonomía y la resolución de problemas en lugar de evadirnos y quedarnos anclados en la pasividad. En este contexto, las interacciones sociales del ser humano son esenciales para determinar qué tipo de comportamiento estamos adoptando (y, por lo tanto, cómo actuamos). En su teoría, Berne identificaba 3 roles comportamentales principales dentro de estas interacciones: el rol de padre (o madre), el rol de adulto y el rol de niño. Dependiendo del rol que adoptas en tu interacción, despiertas un rol concreto en tu interlocutor. Si tu rol es el de padre o madre (vigilante, que concede permiso o no para hacer las cosas, protector en el mejor de los casos), despiertas el rol de niño en el otro (irresponsable, que no se vale por sí mismo, voluble) y a la inversa. Las acciones que se generan desembocan en relaciones de dependencia. Si tu rol es el de adulto (responsable, empoderado, estable), despiertas al adulto que hay en tu interlocutor, creando una relación basada en la madurez.
El siglo XX ha sido testigo de grandes relaciones padre/madre-niño cuando hablamos de la interacción empresa-empleado. Relaciones hipercontroladoras en el peor de los casos, paternalistas en el mejor de ellos, pero ambos escenarios confluyen en el mismo resultado: empleados dependientes y que no ejercen la iniciativa, que el propio sistema bloquea. Teniendo en cuenta que, de manera natural, el ser humano nace con la capacidad de pensar, tomar sus propias decisiones y actuar en consecuencia, vemos que el modelo organizacional de sociedad productiva en realidad inhibe un rasgo netamente humano creando un mantra devastador: las personas no piensan y actúan, las personas producen (todos conocemos famosas frases como “no te pago por pensar”). Y ahí es donde está el quid de la cuestión.
Ni la tecnología de por sí es liberadora ni la digitalización moderniza necesariamente maneras de trabajar. Dicho de otro modo, crear e implementar softwares de vigilancia para medir la productividad e impedir que los empleados se escaqueen (si me permitís la palabra) lo único que hace es perpetuar modelos antiguos de trabajo a través de nuevas herramientas. El problema sigue siendo idéntico a hace cincuenta años, con la diferencia de que el entorno ya no es el mismo. Sin duda, la solución es mucho más fácil y directa: en lugar de crear una relación entre progenitores (vigilantes) y niños (vigilados), establezcamos relaciones de adulto a adulto entre organización y cliente interno (que son quienes, al fin y al cabo, dan forma a dicha organización). Aislemos a quienes tengan ganas de jugar a ser gran hermano y dediquémonos a lo importante: hacer prosperar y progresar a organizaciones y sociedad contribuyendo cada uno desde su área de expertise.
Amantes de la productividad como métrica estrella, quitaos por favor la venda de los ojos. Recordad que el ser humano es un ser pensante por naturaleza. A cada sistema de vigilancia que os inventéis (por más tech que sea), vuestro interlocutor se inventará un sistema para burlarlo (igualmente tech). Es mucho mejor utilizar nuestras poderosas mentes creativas en algo más edificante y útil que jugar al ratón y al gato en las empresas, creedme.
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