Anclas organizacionales
Ahora mismo podemos decir que todas las empresas están reorganizando departamentos, evolucionando roles y estructuras o redireccionando proyectos (o todo a la vez). Si bien es estupendo asumir como business as usual un estado de continua iteración, donde nada está escrito sobre piedra y todo es evolutivo, lo cierto es que es imprescindible que exista una coherencia que actúe como ancla organizacional. Que sostenga el modelo de negocio y que permita generar una nueva dinámica más flexible que se vaya adaptando a coyunturas cambiantes pero que, a la vez, tenga algo consistente sobre lo que basarse. Este es el principal reto de toda organización, sea cual sea su tamaño y sector: evolucionar desde la consistencia. Y la clave para hacerlo no es cuestión de método o herramientas sino de narrativa y de anclas.
Si echamos la vista atrás, veremos que el siglo XX, con su modelo de sociedad productiva, nos enseñó a diseñar organizaciones pensando en funciones y performance (generando los famosos silos). Según este enfoque, los roles (o “puestos”, como se diría entonces) se dibujaban desde sus tareas (no desde la contribución del rol), los departamentos se dibujaban desde sus funciones y actividades (no desde el “por qué” y el “para qué” existían realmente) y los proyectos se trazaban pensando en el entregable que tenían que producir y el método a seguir (no desde el beneficio que tenía que generar este entregable en el usuario final del proyecto). El sentido de todo era el “qué”.
En el año 2023 vivimos un escenario que está en las antípodas de la coyuntura del siglo XX: cada tres meses aparece una herramienta nueva que automatiza algo, una nueva necesidad en el mercado que exige un cambio en el portfolio de productos, un nuevo conflicto que genera un desafío de abastecimiento o de comercialización o una nueva conducta social que provoca una demanda que antes no existía. Esto origina nuevos escenarios que implican cambios en las organizaciones a nivel roles, departamentos, proyectos y/o modelos de negocio. Y aquí está la trampa del modelo del siglo XX, cuyo lastre seguimos acarreando actualmente: roles, departamentos y proyectos siguen formulándose desde el “qué”, no desde el “por qué” o el “para qué”, cosa que genera tremendas disfunciones cuando la coyuntura obliga a evolucionar. Si las personas definen su rol desde sus tareas, su rol se queda vacío de contenido a partir del momento en el que se consigue automatizar o externalizar su tarea (por ejemplo, si un recepcionista en un hotel está más orientado a ejecutar procesos que a acoger al cliente, lo reemplazará un kiosco de check-in o el check-in online). Si los departamentos se limitan a su función, pueden desaparecer en cuanto se encuentra la herramienta que ejecuta esa función sin error o una empresa que lo haga a menor precio (por ejemplo, un departamento de finanzas que se limita a publicar reportes y generar alertas en lugar de acompañar a los perfiles no financieros para entender los KPIs y utilizarlos como base para crear estrategias accionables será reemplazado por cualquier Inteligencia Artificial en unos años). Si los proyectos se viven desde el entregable que producen (el típico caso de integraciones de software infinitas donde todo el mundo trabaja para el entregable sin saber exactamente qué beneficio aporta) acaban siendo proyectos donde, al finalizarlos, todo el mundo se mira diciendo: “¿Y ahora qué?”.
Dicho de otro modo, el siglo XXI genera constantemente nuevas coyunturas que exigen evoluciones organizacionales continuas. Es el signo de los tiempos. Y una organización no puede evolucionar de manera coherente y consistente si personas, departamentos y proyectos siguen trazándose desde el “qué”, porque el “qué” cambia cada día, como la coyuntura. Para evolucionar, reorganizar o redirigir con sentido es imprescindible preguntar antes “por qué” y “para qué”, porque ahí es donde está la esencia de un rol, de un departamento o de un proyecto. Lo podemos llamar propuesta de valor, propósito, objetivo o beneficio, pero estaremos hablando siempre de lo mismo: ¿en qué contribuye mi rol, mi departamento o mi proyecto? Veremos que la respuesta no son tareas, sino el sentido verdadero de lo que hacemos. Y que las tareas y procesos, cambiantes, deben estar al servicio de esa propuesta de valor y no al revés.
Así pues, el punto de partida de una reorganización no es empezar a distribuir de nuevo las tareas ni empezar a mover cajitas en un organigrama. Ni tan solo es analizar las tareas para ver si se están haciendo por duplicado. El punto de partida es ver el por qué y el para qué de cada rol, de cada departamento o equipo y de los proyectos que se crean y, a partir de ahí, ya podemos empezar a construir el resto, que incluye crear la lista de tareas, herramientas y procesos (“qué”). Los “qué” irán cambiando, según la coyuntura, pero el “por qué” y el “para qué” definirán el concepto ancla que dará consistencia y coherencia a las nuevas tareas, actividades y funciones que vayan surgiendo y que permitirá evolucionar con sentido.
Es imprescindible entender que los “qué” son volátiles, volubles y dependen de lo que pasa ahí fuera. El “por qué” y “para qué”, en cambio, son intrínsecos y definen nuestra propuesta de valor, individual y colectiva, que no se puede automatizar ni externalizar, y que marca la esencia de cómo contribuimos a ese ecosistema que llamamos organización.
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