Pasión vs Transacción
En casa somos los orgullosos propietarios de un vehículo de 17 años del cual no diré la marca. Es un modelo bastante atemporal y nadie le echa su edad real, pero, claro, algún que otro achaque tenía que tener. Esta semana empezó a dar unos tirones extraños y decidimos llevarlo al concesionario. Allí nos recibieron tal como marca su ceremonia de atención al cliente, utilizaron tres veces nuestro nombre a lo largo del proceso, conectaron el vehículo a un ordenador que detecta el origen de la avería tal como marca su protocolo y, dos días después, nos entregaron el coche junto con un producto especial de la casa de regalo y habiendo cambiado (y cobrado) tres piezas más de las que tocaba “por si acaso”. Justo al salir del concesionario, vimos que los tirones continuaban, de manera que regresamos otra vez. El responsable del taller probó el vehículo con nosotros, vio que efectivamente el problema persistía, volvió a conectar el coche al ordenador como marca el protocolo y, según el oráculo del software, el vehículo no tenía ningún problema. El técnico nos dijo que teníamos dos opciones: o bien que ellos se pusiesen a investigar qué podía tener el vehículo, cosa que podía ser larga y costosa porque la máquina decía que el coche no tenía nada y ellos por lo tanto no garantizaban que lo pudiesen descubrir o, directamente, dar de baja el vehículo. Y a nosotros, sencillamente, nos pareció inaudito que, por procedimiento, alguien no estuviese dispuesto a solucionar un problema de un vehículo que él mismo había experimentado sencillamente por el hecho de que un ordenador no identificase una avería y a él le implicase salirse del guión. ¿Qué tipo de empresa puede estar provocando esto?
Soy hija de mecánico. Mi padre era un apasionado de la carburación. Tanto, que era un verdadero autodidacta. Por sus manos pasaban tanto vehículos de competición (como el del piloto de rally de los 70 Antonio Zanini) como coches de superlujo (cuyas marcas no mencionaré) con problemas muy concretos que ni sus propios fabricantes podían resolver y ellos mismos contactaban a mi padre. En su pequeño taller del barrio de Gracia, en Barcelona, mi padre pasaba horas revisando los interiores de esas máquinas imponentes, pero también solucionando los problemas de otros vehículos más cotidianos, con el mismo cariño y entrega. Crecí viendo a mi padre hacer de su pasión su profesión y esa pasión le llevó también a evolucionar más allá de los automóviles. Sin duda, es una de las lecciones de vida que aprendí de mi padre y que, de manera inconsciente, aplico en mi día a día. Es precisamente por eso que, cuando me encuentro casos como el del concesionario donde llevamos a nuestro querido vehículo de 17 años, me doy de bruces con la magnitud de la tragedia de una realidad que nos intentan colocar con calzador: el de la transaccionalización de las profesiones, que relega a un segundo o tercer plano al talento humano en pro de lo que dice un protocolo o una máquina.
Como profesora de innovación, soy la primera fan de la aparición de bots en nuestro panorama laboral, sobre todo para todas esas labores dangerous, dull and dirty (peligrosas, monótonas, sucias) en las que no es necesario malgastar el precioso talento humano. Sin embargo, no tiene ningún sentido que los seres humanos nos amparemos en lo que dice un procedimiento o un artefacto que hemos creado nosotros mismos para justificar el no realizar un trabajo que requiere de nuestra pericia y savoir faire y que nos va a obligar a implicarnos más. Dicho de otro modo, la manera de trabajar del concesionario provoca que yo no considere a la persona que nos atendió como un especialista en mecánica (al menos no en el sentido en el que lo era mi padre), sino como alguien que ha aprendido un protocolo y que se dedica a replicar lo que le dice un software. Evidentemente, si los seres humanos continuamos tomándonos nuestras profesiones así (y parece que muchas empresas están haciendo méritos para ello) por supuesto que un robot ocupará nuestro lugar de trabajo. Al fin y al cabo, ¿de qué me sirve un profesional que no aplica la pasión, sino un obligado protocolo, a lo que hace? ¿Y de qué me sirve una marca que apuesta por tener protocolos y encuestas que pasan por delante de lo esencial, que es tener a profesionales que responden ante el cliente utilizando su propio talento y solucionando problemas, en lugar de aplicar absurdos check list de un mistery shopper?
Para que la perspectiva global cambie, tenemos que conseguir que el concepto “pasión”, aplicado al trabajo, deje de tener ese toque de romanticismo ñoño que ha intentado otorgarle la narrativa hater. Trabajar con pasión no es algo de elegidos, ni de iluminados, ni una utopía. Trabajar con pasión no es nada más que hacer que tu talento natural esté alineado con la actividad con la que te ganas la vida. Que tu talento vaya por delante de un procedimiento o de lo que dice un software. Necesitamos que las empresas se organicen en esa línea y que nosotros, las personas, estemos dispuestos a dejar de considerar el trabajo como una mera transacción. La transacción lleva al hastío y después del hastío, solo queda bajar los brazos (y desahogarnos en twitter). Y eso es lo último que necesitamos hacer si queremos dejar un mundo mejor a los que vendrán después.
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