Empacho de rendimiento
El otro día hablaba con una empresa que se dedica al mundo de los robots colaborativos, es decir, máquinas que trabajan codo con codo con seres humanos. Los robots se ocupan de las tareas repetitivas (las que se miden como “performance”) mientras que las personas se ocupan de esas actividades que aportan valor y que solo los humanos podemos hacer, es decir, contribuir. El combo perfecto. Es por eso que cada vez que se utilizan indicadores meramente productivos como “desempeño”, “performance” o “rendimiento” para evaluar o como base de modelos de desarrollo de personas un escalofrío me recorre la espalda.
Estos conceptos, íntimamente relacionados con la organización productiva del siglo XX, donde los seres humanos eran “recursos” (como una máquina cualquiera) se empeñan en reducir al individuo a un número, cifra o porcentaje, como si la persona fuese sus resultados numéricos. El mundo del deporte y su idea de “alto rendimiento” aplicada a equipos tampoco hace un gran favor para evolucionar el modelo. La verdad es que resulta bastante difícil resistirse a la épica de los gloriosos resultados de venerados deportistas. Se llega a utilizar sus hazañas (que incluso se repostean en Linkedin) para establecer paralelismos con actitudes a poner en práctica en la empresa (quien esté libre de pecado que tire la primera piedra). Pero lo cierto es que ni el entorno laboral es una cancha ni las personas pueden juzgarse en toda su dimensión por su rendimiento.
Las personas no “rendimos”. Las personas CONTRIBUIMOS a través de gestos no vinculados a datos productivos y que están relacionados con, por ejemplo, cómo damos forma a la cultura de la organización compartiendo su propósito, la huella inmedible que dejamos en los equipos con los que trabajamos, la narrativa que tejemos cuando damos la bienvenida a alguien nuevo, cómo acompañamos a alguien que está aprendiendo, las relaciones de confianza que establecemos con nuestra comunidad … Digamos que el ser humano es demasiado complejo, diverso y rico en matices como para resignarse a utilizar una simple métrica como factor para determinar si somos buenos o malos en lo que hacemos, adecuados o no adecuados para una posición o rol. No es que le quite mérito a goles, canastas o sets ganados. Pero el desarrollo personal y profesional no es algo que transcurre en dos horas, como un partido. En un concepto de tan largo recorrido como es la vida profesional (teniendo en cuenta además que cada vez nos jubilaremos más tarde) la persona es mucho más que su productividad, las ventas que genera o cuán eficiente es recortando costes respecto al año pasado.
Nos llevamos las manos a la cabeza cuando oímos hablar de la Gran Renuncia. Abrimos debates sobre la experiencia del empleado (“empleado”, otra palabra del siglo XX), hablamos sobre cómo tiene que ser nuestra marca empleadora e invertimos en campañas internas buscando el efecto wow. Pero nos olvidamos de lo esencial: una de las cosas que más desafección causan en las personas es hacerlas sentir que son un número, de modo que no utilicemos un número para definirlas. Dicho de otra manera, mientras procesos como la consabida evaluación del desempeño (que se inventó el siglo pasado) siga siendo el eje de la estrategia de desarrollo de una organización, dicha organización fallará una y otra vez en su misión (si la tiene realmente) de desarrollar a sus personas. No se trata de evaluar tu desempeño con un número, sino de conversar sobre cómo estás contribuyendo con hechos y comportamientos.
Curiosamente, los mismos que se dedican a inventar historias de terror diciendo que los robots nos quitarán el trabajo son los que se empeñan en seguir valorando a las personas por su performance y su rendimiento. Ojalá un robot los reemplace pronto.
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